De lo personal y lo familiar

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Mis historias... médicas

 

Yo vine al mundo un domingo, día 25 de agosto de 1940, día de los Milagros de Traba, en el seno de una familia de labradores gallegos. Hacía el número cinco de los siete hermanos que fuimos. Ese año nos bautizaron en la parroquia de Baio a un total de cuarenta niños. Todo un récord, según decía mi tío José, que luego tuve ocasión de comprobar. Hay que tener presente que la guerra civil había terminado en abril de 1939.

 

La historia de mi vida parece en ocasiones un historial médico. Siendo muy niño padecí eccema. Según me contaron, había veces que tenían que atarme al berce (cuna) de pies y manos, y otras me ponían unos tubos hechos con cartones en los brazos, todo ello para que no me rascase ni arañase, ya que tenía todo mi cuerpo como una gran llaga. María de Casimira, cuando pasaba por la corredoira camino de la fuente, al oírme llorar desesperado, posaba la sella del agua en una piedra que había a la entrada junto a la puerta, entraba en casa, me desataba, y no colo (en brazos) me llevaba con ella a la fuente.

 

A los seis años, recuperado ya de la eccema, apareció su compañera de fatigas (nunca mejor dicho): el asma. Una y otra me acompañarían toda la vida. Fue tanta la peregrinación de médicos, menciñeiros, conxuros, ofrendas y santorales, que cuando me fui a estudiar a los 14 años, y dada la mejoría que casualmente tuve en ese tiempo, mi padre comentaba:

-“¿Quen dí que manda-los fillos estudiar sae caro? A mín sáeme máis económico mandalo estudiar que telo na casa de médico en médico e de santo en santo”
Más adelante hablaré de santos, conxuros y bruxas, así que aquí sólo hablaré de alguno de los médicos a los que fui como paciente durante mi juventud. Se decía por aquel entonces que “para médicos había que ir a Santiago, y para abogados, a A Coruña”. Yo fui a los dos sitios... por si las moscas, pero como ya predecía el dicho, la solución (parcial) apareció en Santiago. En A Coruña me atendieron entre otros el otorrino D. Julián Rodríguez, el cual no tenía ni idea de mi enfermedad, pero le dijo a mi padre que había que operarme de un quiste que tenía en la barbilla y de algo en la nariz (ignoro de qué). El quiste me lo extirpó D. Julián Collazo y de la nariz nunca fui operado, excepto de sinusitis, muchos años después y de la que, por cierto, nunca debieran haberme operado. También fui paciente del Dr. Enrique Hervada, quien cuenta con una estatua en los jardines de A Coruña. En Santiago acudí a la consulta de varios. Yo no sé si es que padecía varias enfermedades al mismo tiempo o es que el asma era una enfermedad muy difícil de diagnosticar, pero el caso es que cada médico daba un informe distinto, a cada cual más pesimista. A uno de ellos (no recuerdo el nombre) fui el día 7 de junio de 1950. Ese día dormimos en Santiago. Por la noche mi hermano José María llamó a mi padre por teléfono desde Baio. Recuerdo que mi padre le dijo más o menos:
-“Mañá volvemos ver ó médico de hoxe e a outro máis, pero... non hai nada que facer”

 

Al día siguiente, entre consulta y consulta, mi padre me llevó a los jardines de la Herradura y mandó hacer dos fotografías del momento, una donde estamos los dos, y otra donde estoy yo sólo, en las cuales puede apreciarse mi delicado estado físico. Posiblemente fuesen para el recuerdo. En las fotografías, con mi letra, figura la fecha y el nombre del Dr. Ulpiano Villanueva, profesor de la Facultad de Medicina, natural de Pontedeume, en cuyos jardines también tiene una estatua. A la consulta de este doctor fuimos por la tarde. Cuando llegamos había ya mucha gente esperando en la escalera, antes de abrir la consulta. Mi padre habló con el chico que abría la puerta y le dijo que a ver si nos podía pasar delante ya que, de lo contrario, perderíamos el coche de línea y tendríamos que pasar otra noche en Santiago. Le dijo que no podía ser, de ninguna manera. Entonces mi padre le enseñó un billete de 5 pesetas y el chico nos mandó entrar sin pasar siquiera por la sala de espera. Con los análisis que llevábamos del otro doctor, y después de explorarme, este médico fue el primero que acertó en que lo que yo padecía era asma y que además estaba muy débil. Al menos cuatro años, o quizá incluso los diez que tenía, fueron necesarios para dar con el mal que me aquejaba. Cuando al cabo de unos días de tratamiento volví, me dijo que tenía que ir a tomar las aguas termales a Caldas de Reis, pero que como estaba tan débil debía tomarlas rebajadas con leche de burra recién ordeñada.

 

En los primeros días de agosto me fui para allá con mi padre, donde nos alojamos con unos conocidos en la pensión La Madrileña. A mí el pueblo me encantó desde el primer día. Era muy distinto de Fornelos. Situado en la provincia de Pontevedra, a las orillas del río Umia, Caldas tenía aquel ambiente señorial de las ciudades balneario. El día que llegamos, antes de cenar, nos fuimos a tomar las aguas. No había burras, pero sí dos cabras, a las que les sacaban una medida de leche de unos 25 cc. más o menos y por la que cobraban dos reales. Se echaba en el vaso y se llenaba del agua caliente que sale de la fuente pública. Mi padre, viéndome tan contento, se marchó a casa. No obstante a los dos días vino mi madre que estuvo conmigo hasta completar los nueve, número mágico en Galicia. Para que algo funcionara tenía que hacerse novenario. Las aguas de Caldas fueron mi primer alivio. Once años seguidos y dos más alternos fui a las aguas.

 

En 1967, empezaron de nuevo mis problemas asmáticos. Yo trabajaba a turnos en la Refinería de Petróleos de La Coruña, tomando muestras en unidades y tanques, y el ambiente del laboratorio no era el más propicio para un asmático. Pasé unos meses muy mal, de baja incluso, y pedí que me cambiaran de puesto de trabajo. Vine a Madrid a que me vieran los doctores Sánchez Cuenca y Manzaneque (con todos los gastos a cuenta de la empresa, e incluso cobrando dietas) pero no había mejoría alguna. El 2 de mayo de 1968, pasé a los oficinas como administrativo. En el mes de agosto de 1969, cogí una neumonía muy fuerte, ya que el médico de empresa Dr. Gómez-Aguerri (persona que dejaba mucho que desear) tardó en diagnosticarme creyendo que era una reacción de las vacunas del asma. Este mismo médico me dijo una vez que lo mío era “para comprar una guitarra e ir por las ferias contando historias”. Es decir, que no tenía remedio. En cierto modo, muchos años después, estoy siguiendo sus caritativos consejos, y me dedico a escribir mis memorias.