De lo personal y lo familiar

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Estudios

 

A los 14 años, y visto que no podía trabajar en el campo ni en ningún otro oficio que requiriese mucho esfuerzo físico, mis padres decidieron que tenía que ir a estudiar. Sabia decisión esta por la que no mostré en un principio un excesivo entusiasmo pero, antes de que lo hubiese asimilado, ya mi hermano José María estaba haciendo todas las gestiones necesarias. Y así, a primeros de septiembre de 1954, me fui para A Coruña, con un lote de libros debajo de un brazo y una equilibrada mezcla de curiosidad y auténtico pavor, debajo del otro. Hay que decir que esto de estudiar, más allá de leer y escribir, puede que hoy en día sea no sólo normal sino hasta obligado, pero en aquellos tiempos sólo se daba en las clases media y alta. En una familia de labradores era algo rarísimo.

 

En A Coruña me alojé en la casa de la señora Consuelo, a la cual pagaba 15 pesetas diarias por la comida, la cama y el lavado de ropa. El colegio en el que estaba matriculado era el del Angel, aunque nunca hizo honor a su nombre. Era un centro privado y los exámenes había que ir a hacerlos a la Escuela de Comercio. Entre los estudiantes, se conocía el Colegio del Angel como la “checa” (nombre por el que también se conocía a los servicios secretos de un régimen al otro lado del Telón de Acero, famoso por sus torturas, etc.). El dicho de “la letra con sangre entra” nunca tuvo mejor ejemplo. Los castigos eran severos, había palos por cualquier causa, pasábamos domingos (mañana y tarde) en el colegio, etc.

 

En clase éramos más de 80 alumnos, donde unos nos preparábamos para “el ingreso” (bachiller a los 10 años o comercio a los 12), otros estudiaban cultura general y otros, con siete y ocho años, eran los más destacados de las clases de párvulos. Yo, con mis 14 años, era el mayor de aquellas seis o siete generaciones, y alguno llegó a llamarme “el abuelete”. Los problemas empezaron a multiplicarse. Yo apenas sabía expresarme en castellano y A Coruña era feudo de “señoritos”. Los niños de siete años, en algunas materias, sabían más que yo a los catorce.

 

El primer día de clase hizo la presentación el subdirector D. Luis Escribano quien, con cara sonriente y después de rezar un avemaría, inició un alentador discurso que, más o menos, decía así:

-“En esta clase somos muchos, quizá demasiados, por consiguiente sólo se oirá mi voz y la del niño al que yo pregunte. Todo el mundo estudiará al límite de sus fuerzas. Unos lo harán por las buenas y otros por las malas, etc., etc.”
Después del discurso, D. Luis nos puso tarea para casa y nos fuimos. Al día siguiente, nada más entrar, comenzó a preguntar los deberes. A mi compañero de mesa le mandó que dijera el “presente del verbo amar”. Luego llegó mi turno y me preguntó por el “pretérito perfecto”. Como yo, por no saber, no sabía ni de que me estaban hablando, vino aquel monstruo de hombre y me dio tal bofetada que me corté la lengua. También me castigó a ir el domingo al colegio, me mandó escribir el verbo no sé cuantas veces, ... y todo porque el que no sabía conjugar el verbo amar era yo.

 

Mi hermano José María había quedado en venir ese domingo a ver el Deportivo-Celta. En vista de lo ocurrido me preparé para regresar a casa con él y dar por finalizada mi aventura estudiantil. Cuando llegó se lo conté todo. El me escuchó con atención y quedamos en vernos al final del partido. Una vez acabado el partido esperé un par de horas fuera del estadio, pero mi hermano no apareció. Podía haber optado entonces por coger el coche de línea y presentarme en casa, pero ya fuera por miedo a la reprimenda familiar o fuera por orgullo, el caso es que no me fui. El lunes me presenté a D. Luis, temblando de arriba a abajo de ira y miedo, y más en gallego que en castellano (él no era gallego, creo que era de Logroño), le dije:
-“Por favor, no vuelva usted a tocarme...”
¡Madre mía la que armé! Ni siquiera me dejó terminar. Me llevó al despacho del director, donde se me cayeron todas las lágrimas una tras otra. Allí dije todo lo que tenía que decir, y finalmente llegamos al acuerdo, con la colaboración del director, de que jamás me volvería a tocar, cosa que cumplió y que años más tarde le recordé más de una vez.

 

Quizás lo que ocurría realmente, era que allí tenían un peculiar sentido del humor que puede que los alumnos no supiéramos apreciar en toda su profundidad. Así un día, mientras estudiábamos los verbos impersonales, D. Luis preguntó en clase:

-“Sr. Alfaya. Conjugue usted el verbo relampaguear. Presente del indicativo, por favor.”
Alfaya, que era un chico inteligente pero algo vago y distraído, se puso en pie y comenzó a conjugar:

-“Yo relampagueo, tú relampagueas, ...”
D. Luis se bajó entonces de la pequeña tarima donde tenía su mesa y como un rayo se dirigió al final de la clase, corrió las contraventanas, mandó apagar las luces y le dijo:

-“Bien, Sr. Alfaya. Ahora que estamos a oscuras empiece usted a relampaguear.”
Los relámpagos no se vieron, pero los “truenos” sí que se oyeron, sobre las mejillas del pobre de Alfaya.

 

En fin, que junto con mis compañeros, tuve que sufrir muchas humillaciones. No obstante, el 1º de marzo del año siguiente (día del Patrón del Colegio) tuve mi primera satisfacción. El director D. José Domínguez me citó en unas palabras, con la seriedad que le caracterizaba, como el alumno que mayor esfuerzo había realizado durante los dos primeros trimestres. La verdad es que este hombre me apreció de corazón durante los seis años que permanecí en el colegio. A trancas y barrancas llegué a quinto, donde las cosas salieron bastante regular, y finalmente no pude hacer la reválida en junio. En plena “mili” y después de aprobar dos asignaturas en septiembre, me examiné de reválida el 24 de enero de 1961 y con ello terminé los estudios de perito mercantil.